PLUMA CHACABUQUENSE

Historias de cementerios

por Juan Manuel Blaiotta

Siempre sentí atracción por el entorno de los cementerios. Desde chico mí atención era captada por esas hileras que parecían sin fin de cuerpos, cajones, flores, placas, dedicatorias que, quién sabe, el homenajeado haya recibido alguna vez cuando tenía abiertos los ojos y atentos los oídos. Creo que pisé por primera vez uno a eso de los diez años y después, diría que con suma fortuna, no volví por bastante tiempo. Sin embargo, alucinaba con las películas ambientadas ahí, quería ver más. Después, con la llegada de internet a mi casa, de la mano de la adolescencia, fue un camino paralelo: los videos que tenía que dejar cargando toda la tarde mientras estaba en la escuela mezclado con visitas nocturnas en el auto de algún amigo al Cementerio, con una sensación de desafío valiente y cagazo total cuando las placas brillaban con el rebote de la luz.

Hace un tiempo pude sacar estas fotos. Orientado, casualmente, por un amor, no recuerdo bien si supe aquella vez de antemano que encontraría además historias de amor que desconocía totalmente.

Claudine Monteil, además de ser una de las fundadoras del movimiento de mujeres de Francia, fue una gran amiga de Jean-Paul Sartre y Simone de Beauvoir. Ella cuenta hoy, por ahí con la nostalgia positiva que le agregamos a los recuerdos, que Sartre nunca publicó nada sin que lo viera de Beauvoir; que el escritor llegó a romper escritos que para cualquier otro serían fantásticos sólo porque ella desconfió algunos instantes. También cuenta que sobre el final, Sartre, que ya veía más bien poco, se esforzaba por seguir mirándola y se quedaba un largo rato así. Jean-Paul Sartre y Simone de Beauvoir se amaron profundamente y eso indefectiblemente les provocó otro tanto de dolor. Dice Monteil que las distancias y sus estilos de vida los hacían sufrir, posiblemente más a ella que a él. Otro punto de dolor, fue justamente, la muerte de Sartre.

En este caso, encuentro dos intentos de quitarle algo natural a aquello que lo tiene. Me tendrán que disculpar, pero me resulta forzado imaginar amor sin sus consecuentes desvaríos, más allá de que al discurso le quede bonito pensar cualquier pasión sin sobresaltos ni sufrimientos. Creo que es tan solo una vil mentira, que intenta tapar algo que desborda.

Por otro lado, la relación de los cementerios únicamente al dolor y la nostalgia, cuando por el contrario, encierran muchas más historias -sobretodo, de amor- que otros sitios aceptados naturalmente como iniciadores de buenas historias. A veces pienso que en los cementerios no sólo terminan todas las mejores historias (también las terribles y las aburridas), sino que es un lugar adecuado desde donde surgen otras.

Ese mismo día me enteré que Julio Cortázar también tiene su cuerpo enterrado con otros dos grandes amores: el de la escritora estadounidense Carol Dunlop, pareja inmortalizada entre otros lugares en “Los autonautas de la cosmopista”. En esa tumba -justo, ese día, recientemente limpia-, vi rondar a parejas y también a varios tipos en solitario dejando alguna piedra, un boleto de tren o subte, cigarrillos. Me contaron después que era una forma en que algunos quieren intentar inmortalizar amores. No estoy seguro que Cortázar tenga ese poder, pero tampoco estoy en condiciones de negarlo. También descansa ahí la escritora argentina Aurora Bernárdez, esposa anterior de Cortázar, divorciados por sus opiniones opuestas frente a la Revolución Cubana. Cortázar era un poco gorila, escribió “Casa Tomada” cuando el peronismo comenzaba su historia. Dicen que Aurora Bernárdez, no tanto. Sin embargo, al conocer Cuba pocos años después de la Revolución, Cortázar cambió su cabeza para siempre, se convirtió en un defensor de la Revolución y de los procesos políticos de liberación latinoamericanos, como el peronismo. Negó hasta el día de su muerte que aquello que tomaba la casa fuera el General Perón y los suyos, que también son los míos. Aurora, por su parte, también cambió su cabeza: no quiso volver a Cuba nunca más y se alejó para siempre de la admiración por Fidel. No los puedo culpar, creo que cualquiera de nosotros se ha separado por cosas mucho menores a esto que, en definitiva, y más en ese contexto, era una visión de vida definitiva.

Entre el sinfín de nombres, había otras tumbas de gente admirable: César Vallejo, Porfirio Díaz, Baudelaire, Samuel Beckett… pero de sus tumbas no pude sacar ningún chamuyo disparador del eje de este texto: las historias.

Los cementerios son seguramente la máxima representación física de la ausencia. El lugar donde se guardan las ausencias. En uno de ellos encontré éstas historias de amor, rodeadas de pequeñas piedras, pasajes, cigarrillos, con deseos de nuevas historias de amor, que al fin y al cabo, se construyen justamente de ausencias y deseos.

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