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9 de junio de 1956: la barbarie fusiladora y el odio permanente

Columna de opinión del Dr. Nelson Coronel.

El 9 de junio de 1956 es una fecha que no puede ni debe ser olvidada: marca uno de los episodios más oscuros de la vida institucional argentina. En la noche del sábado 9 de junio, a tan solo nueve meses del derrocamiento del gobierno constitucional y legítimo de Juan Domingo Perón por la autodenominada “Revolución Libertadora” —que bien podríamos llamar fusiladora—, un grupo de militares y civiles peronistas intentó recuperar el poder por las armas.

Los generales Juan José Valle, Raúl Tanco y el coronel Oscar Cogorno encabezaron una rebelión cívico-militar dispersa, que no logró articularse del todo. ¿Qué reclamaban? En esencia, tres cosas: el cese de la persecución al pueblo peronista y su dirigencia, la restitución de la Constitución de 1949, y la liberación de todos los presos políticos.

El levantamiento fue sofocado rápidamente. El servicio de inteligencia militar había descubierto los planes con anticipación: la rebelión estaba infiltrada y, en los hechos, no tenía posibilidad de éxito. Sin embargo, el régimen decidió dejar actuar a los insurrectos para luego aplicar una sanción ejemplificadora.

El domingo 10 de junio, cuando ya no quedaban focos de resistencia, el gobierno de facto encabezado por el general Pedro Eugenio Aramburu y el almirante Isaac Rojas lanzó el decreto N.º 10.364, que instauraba la ley marcial. La pena de muerte debía aplicarse a partir de ese momento. Pero se la utilizó de manera retroactiva: se fusiló a quienes se habían sublevado el día anterior, incluso después de haberse rendido y estando ya prisioneros.

El artículo 18 de la Constitución Nacional vigente en aquel entonces establecía claramente: “Queda abolida para siempre la pena de muerte por causas políticas.” No obstante, en menos de 72 horas se ejecutaron 28 fusilamientos de militares y civiles en seis puntos distintos del país.

También recordamos a los civiles masacrados vilmente en los basurales de José León Suárez. El general Valle, quien se había ocultado en el barrio porteño de San Telmo, pudo haberse asilado en una embajada, pero el 12 de junio decidió entregarse para detener la matanza. Sin embargo, fue fusilado esa misma noche, a las 22 horas, a pesar de que su participación fue anterior a la imposición de la ley marcial.

Aramburu, católico confeso, no mostró la más mínima piedad. Cuando la hija de un oficial condenado fue a la residencia de Olivos a suplicar ver a su padre por última vez, le respondieron que el presidente de facto no podía recibirla porque “se encontraba descansando”.

La llamada Revolución Libertadora, desde el 16 de septiembre de 1955, desató una cacería de funcionarios, dirigentes políticos, sindicalistas, militantes y simples simpatizantes del peronismo. Muchos fueron encarcelados; las denuncias de torturas se multiplicaron. El 6 de marzo de 1956, el decreto 4.161 declaró ilegal la existencia política del peronismo, por “ofender el sentimiento democrático del pueblo argentino”. Nombrar a Perón o exhibir símbolos partidarios pasó a ser un delito. Se destruyeron monumentos, se quemaron libros escolares, se arrasó la Ciudad Infantil Evita, se clausuró la Fundación Eva Perón.

El cadáver de Evita, que aguardaba en el segundo piso de la CGT de la calle Azopardo, fue vejado y finalmente desaparecido. Fue enterrado clandestinamente en Italia, bajo otro nombre.

Nunca debemos olvidar lo que ocurrió. Aquel grito de libertad y justicia fracasó en lo militar, pero encendió una mecha: la de la resistencia del pueblo, que ayer como hoy sigue en marcha.

Ateneo Arturo Jauretche – Manuel Ugarte

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