CAPITULO 4

Volver a creer

Cuarta entrega de una serie de escritos de una joven vecina de Chacabuco que sufrió un ACV. Cada domingo podés leer los capítulos que escribió desde la clínica de rehabilitación en Chacabuco en Red.

La noche que todo comenzó fuimos a un boliche con Selena y sus amigas. Nunca les mencioné que, en el camino, ya me sentía mal. Eran náuseas constantes y un terrible dolor de cabeza, acompañado de mareos. Recuerdo, en realidad, que antes de salir ya sentía dolor de cabeza, rechacé la idea de tomar un calmante. No quería hacer una mezcla con el alcohol que podría tomar en el boliche.

Entramos, pero todo fue empeorando. Entre el humo y los jóvenes que bailaban, mi cuerpo perdía estabilidad. Los ojos me pesaban… solo quería dormir.

Recuerdo que Selena me llevó al baño a vomitar. No sé si lo hice. Creíamos que estaba ebria, aunque no había alcanzado a beber. La música y los flashes de luces hacían todo peor, hasta que Selena decidió llamar un coche y acompañarme ella misma a casa.

Aquella noche hacía un frío que calaba los huesos. El barrio estaba quieto como nunca. Las luces de las casas, en penumbras. Y yo… necesitaba ayuda.

Papá me había dicho, antes de salir, que lo llamara ante cualquier emergencia. Pero no lo hice. Temía un regaño. Temía que pensaran que estaba borracha. Y es que realmente lo parecía.

Me senté afuera, en vez de entrar. Pensé que el aire frío aliviaría mis náuseas y mareos. Pero pasaban los minutos y todo se intensificaba. La falda corta no alcanzaba para cubrir el frío. Las piernas se me tornaron violetas. Entonces decidí entrar.

Todo lo que había en el camino se volvió un obstáculo hasta llegar a mi habitación. Me acosté, deseando dormir. Sacarme la ropa del boliche, para cambiarme, fue otra pelea conmigo misma, y pude ganar, costó muchísimo, pero pude.

El dolor de cabeza era tan fuerte que lloraba. Al día siguiente, solo fui capaz de levantarme para tomar un calmante. Volví a la cama a dormir y en algún momento, respondí con dificultad los mensajes de Selena y otra amiga. Después ya no pude levantarme. No pude hablar. Solo balbuceaba que no había bebido. Papá preguntaba si tanto había tomado, pero mamá se dio cuenta que el problema era otro. Al llegar al hospital, dijeron que aquello nada tenía que ver con el alcohol. Y es que apenas había llegado a entrar al lugar.

Era domingo. No pude sentarme en la mesa con Franco y mis papás. Bruno estaba trabajando en Salta.

Poco a poco, me fui hundiendo en un sueño profundo… hasta quedar en coma. En ese estado confuso, creí que mi neuróloga y un doctor intentaban asesinarme.

El tiempo era crucial. La neuróloga que llevaba mi caso prefería esperar un día para hacerme un estudio y rechazó el pedido de mis papás para llevarme a otro lugar. Pero el jefe de terapia decidió trasladarme a la ciudad de Junín de emergencia. Esperar podía significar morir.

Fue allí donde diagnosticaron el ACV. Un diagnóstico inesperado: yo era joven, sana. Mamá y papá no podían asimilarlo. Mi tío viajó desde San Nicolás y, junto a ellos, enfrentaron el crudo invierno. Franco y Bruno también viajaron. Todos estaban allí.

La neuróloga de Chacabuco se negaba a aceptar el diagnóstico. Me trasladaron a General Rodríguez para realizar un tratamiento de plasmaféresis en cinco sesiones. Allí contraje una bacteria en la sangre, neumonía, y una infección urinaria tan dolorosa que lloraba sin consuelo. Hacía tanta fuerza involuntaria para orinar, que despedía la sonda de mi cuerpo.

Ya no estaba intubada ni con oxígeno, pero sí traqueotomizada, la cual se llenó de sangre, por la neumonía. Me alimentaban por una bolsa. No podía masticar ni tragar.

Supongo que fue una experiencia terrible, porque estaba consciente. Y todo dolía. Volví a estar cerca de la muerte. Mientras tanto, mis padres y mi tío dormían en la camioneta, soportando el frío y la escarcha que congelaba los autos.

Yo no sentía ese frío. Pero desde esa cama, pensaba en ellos. Los necesitaba. Porque allí, nadie me entendía. Porque dolía cada estudio. Lloré tanto por estar sola. Odié aquel lugar.

Sentí alivio cuando un doctor de Chacabuco entró a la habitación y dijo:

—Nos vamos a casa, Greta.

Lloré. En la camilla, mientras me trasladaban, mi tío corría a la par:

—Tranquila, hija. Todo está bien.

En la ambulancia, la enfermera Kimberly sostuvo mi mano durante todo el viaje. Por primera vez, en esos 15 días, me sentí acompañada. Su voz dulce fue un pequeño mimo al alma. Mi tío siguió la ambulancia en su camioneta y papá viajó conmigo, solo que no lo ví. Mamá debió regresar a Chacabuco para trabajar y solventar los gastos. Mi otra tía, prima de papá y mi tío, también había regresado a su ciudad. Ella también los acompañó en General Rodríguez.

El tratamiento de plasmaféresis nunca funcionó. No había ninguna otra enfermedad, como había supuesto la neuróloga. Tiempo después me enviaron a Merlo. Ya sufría vértigos y era un caos higienizarme. No dormí en tres días. El miedo me devoraba. Solo lloraba y nadie podía calmarme. Mantenía la vista fija hacia el frente, esperando la hora de la visita. Esperando a papá, a las tres de la tarde.

Con cada ronda de enfermeros, supe si era de día, tarde o noche.

Nos trasladaron a una habitación común porque no eran capaces de comprenderme y yo lo pasaba muy mal, veía a los otros pacientes en coma, cuando eran reanimados…

Estuvimos diez días en la habitación. Era un hueco: sin ventanas, paredes blancas y ásperas. Una cama. Una silla de plástico. Allí dormía papá. Yo solo pensaba en los ojos de mamá. Su mirada y sus cuidados. La extrañábamos. Ambos necesitábamos de su cariño, de su atención.

Me habían enviado para un estudio de alta definición. Pero solo sembró más dudas. Me derivaron a otra clínica, más avanzada. Era la cuarta terapia intensiva… o la quinta, si contaba la de Chacabuco.

Estaba harta. Ultrajaban mi cuerpo. Viajaba de un lugar a otro. Pensaba en cómo sobrevivían mis padres a todo eso… y en su economía. Yo estaba lúcida. Y eso fue lo peor: sufrir las consecuencias de mis propios pensamientos.

Pensaba con resentimiento en esa mujer que no aceptó la realidad. Por su obstinación, me sometieron a tratamientos dolorosos. Y mi familia se quebraba en esperanzas que nunca llegaron a hacerse realidad.

En la última clínica, solo confirmaron lo que ya sabían en Junín: el ACV. Recibieron el regaño de los doctores por haber perdido meses valiosos de rehabilitación buscando una enfermedad inexistente.

No había cura. Solo un objetivo: que las células alrededor de las muertas aprendieran su función mediante kinesiología constante.

Ya habían pasado cinco meses. Aun así, un pequeño grupo de profesionales en el hospital de Chacabuco logró algo inmenso. Con pocos recursos y horas limitadas, me enseñaron a sostener la cabeza. Moví los dedos de la mano izquierda. Y una pequeña esperanza comenzó a crecer.

Enfermeros, la doctora, mucamas, cocineros, hasta el parquero… todos hicieron de mis días una aventura. Me cuidaban como si fuera su niña. Durante medio año, se convirtieron en mis amigos.

El 13 de diciembre celebraron mi cumpleaños con una sorpresa. Me devolvieron la alegría. Me hicieron sentir alguien importante. Ya no era “insuficiente” ni “poca cosa”. Ese día me visitaron personas que volvería a elegir siempre.

Bruno también estaba allí. Había renunciado a su trabajo en Salta. Volvió a Chacabuco. Volvió por mí.

En esta clínica, un neurólogo entró una tarde a mi habitación. Mamá y papá habían salido a almorzar. El doctor se sentó en un sillón junto a mi cama. No dijo nada. Solo me miró… y yo reí, nerviosa.

Días después supe que, para él, yo era un milagro. Estaba viva luego de un ACV gravísimo. Y sonreía. Él decía que sus pacientes vivían en depresión constante, que lloraban por todo. Y, sin embargo, yo reía. Aunque sea un reflejo. Siempre lo hago.

Mi mente crea chistes y recuerdos graciosos. Lloro como un niño cuando algo me duele. Pero también río mucho. No siempre fue así. Al principio lloraba por todo. Extrañaba a Bruno. Cualquier película, canción o gesto me rompía. Después supimos que el llanto era parte del ACV.

Fue Franco quien me enseñó a dejar de llorar.

Ahora río demasiado. No quiero deprimirme. No quiero irme a dormir con el corazón estrujado. No quiero vivir oculta entre las sombras.

Se olvidaron de que yo sentía. De que no era una muñeca.

Rompieron mis sentimientos. Me lastimaron. Me ultrajaron el alma. Me enviaron a esos lugares… y me rompieron.

Ya no quiero fingir que soy fuerte mientras me están lastimando.

Solo quiero que vean que también tenemos derecho a ver el sol. Que también necesitamos aferrarnos a una esperanza. Que queremos creer en un nuevo amanecer…

Y no dejarnos consumir por la soledad.

Ayúdennos.

Ayudennos a volver a sonreír.

Ayúdennos a volver a creer… en los finales felices.

*Los nombres que aparecen en el texto fueron cambiados por la autora para conservar la intimidad de los protagonistas

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Capítulo 2
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