Paolo Jesús Machello nació y se crió en Chacabuco. Paolo quería ser guardaparques, y cuando egresó del Colegio Nacional de Chacabuco, en diciembre del año 2001, se anotó en la Universidad del Comahue para cursar la carrera de Educación Física con Orientación de Montaña.
Estaba cursando el primer año en esa casa de altos estudios cuando se produjo la tragedia, el 1 de septiembre de 2002, que terminó con su vida y con la de 8 compañeros más Mario Sebastián Tapia, Antonio Humberto Díaz, Adrián Marcelo Mercado, Oscar Fabricio Vaccari, María Gimena López, Gimena Solange Padín, Martín Sebastián Lemos y Roberto “Beto” Monteros.
Hoy, el sitio Infobae publicó una nota que la periodista Gisele Sousa Dias hizo con Nicolás Olmedo, uno de los sobrevivientes.
La nota se titula “Pesadilla en la nieve: la historia de un alumno que sobrevivió a la avalancha que sepultó a sus compañeros” y así comienza:
Están bajando por la nieve, son 16 estudiantes más el guía, cada uno lleva su mochila en la espalda. Acaban de hacer cumbre en el Cerro Ventana, lo lograron, están extasiados: se supone que ahora tienen que seguir bajando hasta llegar a un bosque de lengas.
Es la tarde del 1º de septiembre de 2002, la primavera está por comenzar; a semejante altura el aire se respira distinto, desde ahí Bariloche parece un cuento.
Nicolás da un paso sobre la nieve, otro. Adelante avanza una de sus amigas, atrás los otros dos, con los que anoche compartió la carpa. De repente, escucha un estruendo corto, seco, “como un disparo”, cuenta a Infobae. Todos lo escuchan.
Nicolás baja la mirada, se mira las botas: la placa de nieve sobre la que iban caminando acaba de desprenderse y se está deslizando montaña abajo a toda velocidad. Adelante hay una caída libre, pero todavía no lo sabe.
Cuando vuelve a levantar la cabeza ya no ve a sus compañeros.
A la vera de un desastre
Pasaron 21 años de la tarde en que sucedió el trágico “alud blanco” del Cerro Ventana y esta es la primera vez que Nicolás Olmedo -uno de los 16 estudiantes que formaban parte del grupo- cuenta su historia en un medio de comunicación.
Ahora tiene 42 años y trabaja como guardafauna en Junín de los Andes, Neuquén, pero en ese entonces era un jovencito de 21 y estaba cursando el primer año del Profesorado de Educación Física en la Universidad Nacional del Comahue, en Bariloche.
Su papá tenía un local de artículos de pesca y solían llevar a turistas a pescar “pero de montaña yo sabía poco y nada”, sitúa. La carrera en la que Nicolás se había anotado tenía orientación en actividades de montaña así que era común que los fines de semana salieran a hacer caminatas y campamentos para poner en práctica la teoría que aprendían durante la semana.
El primero fue un sábado de frío y sol, aunque los días anteriores había llovido mucho. Los alumnos comenzaron el ascenso, practicaron técnicas de auto-detención en la nieve – “qué hacer si te estás cayendo”- y pasaron la noche en un refugio de montaña llamado Villa Horrible.
El plan para el segundo día era llegar a la cima del cerro Ventana, a casi 2.000 metros de altura, y luego volver a Bariloche, a 16 kilómetros de distancia.
“El domingo nos levantamos, desayunamos y seguimos subiendo hasta que hicimos cumbre. A eso de las 4 de la tarde comenzamos el descenso, íbamos en fila, en diagonal hacia el bosque de lengas”, recuerda. Fue en esa bajada que escuchó el ruido, una especie de disparo en el silencio.
“Un segundo después me miré los pies: era como si estuviera parado en una alfombra pero esa alfombra había empezado a deslizarse y a caer hacia abajo”.
La placa de nieve sobre la que iban caminando se había desprendido. La hipótesis es que, como había llovido tanto durante los días anteriores, la capa de nieve más profunda estaba mucho más blanda que las superiores, más llena de agua. Así, se desprendió y el suelo se desplazó por la pendiente.
Pero lo peor estaba por suceder. “Ese desprendimiento hizo que la placa de nieve que estaba más arriba se quedara sin sostén. Y se desprendió también”, sigue. “Cuando miro hacia atrás veo los dos bloques de nieve que venían directo hacia nosotros”.
La nieve, enseguida, dejó de ser una alfombra: mientras caían desde la cima a toda velocidad, las dos placas gigantes chocaron entre sí, se rompieron, rugieron. Como una ola gigante y espesa, se les fue encima.
Lo que Nicolás recuerda es un rugido aterrador: como el de un león pero escuchado desde adentro de las fauces.
“Adelante de mí iba Gimena López, una de mis amigas más cercanas. Cuando se escuchó ese rugido ella gritó y yo alcancé a decir ‘¡Avalancha!’. Después no la vi más”.
A diferencia de muchos de los estudiantes que quedaron sepultados, a Nicolás el alud blanco le impactó en la parte trasera de las rodillas y cayó sentado. Sobre la superficie de la masa de nieve empezó a caer por la pendiente.
“La avalancha tendría unos 20 metros de ancho, de pronto se metió en un cañadón y se cerró, y una vez que pasó por ese embudo, volvió a desplegarse en toda su inmensidad”.
Nicolás iba cayendo ensordecido cuando alcanzó a ver que adelante había un precipicio.
—¿Y?—, es la pregunta, breve.
— Y caí— responde, breve.
No era un abismo, aunque sí fue una caída libre y a velocidad, de unos 10 metros de altura: como si hubiera tomado carrera y se hubiera arrojado desde un tercer piso.
“Me acuerdo que mientras caía los brazos se me fueron hacia arriba y se hizo un silencio total. Después impacté de nuevo contra el suelo y el rugido volvió. Impacté pero no frené, la avalancha me volvió a arrastrar y seguí cayendo por la montaña”.
Lo esperaba una segunda caída libre.
Esta vez, cayó de menos altura. La nieve, otra vez, volvió a arrastrarlo.
De pronto sintió que la velocidad de la avalancha había empezado a disminuir. Habían caído casi un kilómetro en pocos segundos.
Cuando la masa frenó, volvió a bajar la mirada: había quedado enterrado en la nieve de la cintura para abajo: estaba vivo, estaba bien.
— ¿Qué escuchaste alrededor?
— Nada, silencio absoluto. Ni un grito, nada.
Salir
Nicolás cavó con las manos, se desenterró, volvió a mirarse. Tenía un corte mínimo en un codo, algunos raspones y el pelo revuelto con nieve. Nada más.
“No veía a nadie así que empecé a subir por un costado de la avalancha. Ahí nomás vi la campera de uno de los chicos”, sigue. Cavó de nuevo con las manos, lo destapó hasta la mitad del pecho, se dijeron algo que hoy no recuerda.
Era uno de los mellizos Lemos, Martín, que murió poco después.
Siguió subiendo y encontró a otro compañero sentado en un bloque de hielo. “Yo en la desesperación le gritaba ‘¡pasó una avalancha, vamos a buscar a los chicos!’. Pero él estaba totalmente bloqueado, anulado, con la mirada perdida, y encima éramos novatos, no sabíamos qué hacer”.
Mucho más arriba, otro de los estudiantes había logrado agarrarse de una lenga durante la caída. También estaba vivo.
“Pero de los 16 que éramos, 9 murieron. De mis amigos más cercanos no sobrevivió ninguno”.
Hay ciertos movimientos que se recomiendan hacer durante una avalancha para tratar de mantenerse sobre la superficie. Uno es “nadar hacia arriba”, es decir: hacer las brazadas que uno haría en el fondo del mar si quisiera salir a flote, salir a respirar.
“No puedo decir ‘yo hice tal cosa para salvarme’. Sinceramente yo me entregué”, reconoce.
“El riesgo de morir en una avalancha es muy grande, asfixiado si te sepulta, pero también por los golpes, porque la nieve arrastra troncos, palos, piedras, cascotes, de todo. Yo no me considero un sobreviviente porque no hice mucho para salvarme, simplemente no me tocó morir ahí”.
Se refiere, por ejemplo, a lo que hizo Liliana Alonso, una de las sobrevivientes. “Estuvo sepultada casi seis horas a un metro de profundidad. Y sobrevivió porque quedó en posición fetal con las manos cerca de su cara. Así pudo hacer con las manos una burbuja de aire para respirar”.
Enterrado a menos de un metro de ella, murió Adrián Mercado, el novio de Liliana.
La del Cerro Ventana fue una de las peores tragedias de montaña de Bariloche. Recién al mediodía siguiente lograron encontrar a otro estudiante que había quedado sepultado a 1.400 metros de altura. El último cuerpo apareció dos meses después de la tragedia: era Gimena Padín, otra de las estudiantes cercanas a Nicolás.
Andrés “Andy” Lamuniere, el guía que iba con ellos ese día, fue considerado responsable del delito de “homicidio culposo agravado por el número de víctimas fatales y lesiones culposas, en concurso ideal”. Fue condenado a tres años de prisión e inhabilitación para desempeñarse como docente y guía de montaña por 10 años.
La justicia consideró que, entre otras cosas, “la sobrecarga” de 16 personas sobre la placa fue la “causa directa” de la avalancha. Que el guía “violó el deber de cuidado” y que su experiencia profesional eran suficientes para “prever el acontecimiento” que le costó la vida a sus nueve alumnos.
A lo largo de estos 21 años Nicolás no volvió a hablar del tema, nunca hizo terapia, casi no lloró. Es ahora que pudo empezar a ponerle palabras. Hay duelos -se ve- que necesitan décadas para empezar a ser vividos.