Yo era una persona normal. Capaz de hacer todo lo que me proponía. Tenía salud, sueños y una fuerza que parecía inquebrantable. Pero admito que llevé una vida marcada por un caos constante, por un desequilibrio que me quemaba por dentro, aunque supiera disimularlo. Mi cuerpo lo sintió una noche cualquiera, en un boliche, cuando el ruido apagó mi conciencia y la oscuridad me tragó. Mientras otros reían y bailaban, yo comenzaba a romperme sin darme cuenta.
Hoy miro atrás y no reconozco a esa versión de mí. Me pregunto con rabia y dolor: ¿cómo soporté tanto?, ¿cómo permití que otros apagaran mi luz?, ¿por qué fui cómplice de la destrucción de todo lo que mis padres construyeron con amor y sacrificio?
Mi vida fue un laberinto sin planos, sin salida visible. En algún rincón, quizás, había una escapatoria… pero los problemas me arrasaron. La realidad me golpeó como una tormenta de piedra, implacable, y me dejó en ruinas. No supe cómo salir. Peor aún, no recuerdo el momento exacto en que me perdí a mí misma.
Hoy veo, con los ojos llenos de tristeza, a esa chica de rizos largos, que alguna vez le sonrió a la vida. Una chica ingenua, llena de ilusiones, con hambre de libertad y ganas de ser alguien. Esa chica ya no existe. Murió en silencio, sofocada por las burlas, por las palabras que lastiman más que los golpes. Cortó su cabello, como quien arranca una parte del alma, y con cada rizo que caía, también cayeron su brillo, su creatividad, sus sonrisas… sus sueños.
Le rompieron el corazón y dejó que los cuentos se convirtieran en pesadillas. Los finales felices dejaron de existir. Los príncipes solo eran sombras que anulaban a las mujeres, y las hadas, si alguna vez volaron, ahora yacen dormidas y sin alas.
A mis trece años, los malos sentimientos comenzaron a aparecer, quebrantando lentamente el alma de alguien que alguna vez soñó en grande. El tiempo, impiadoso, se llevó mis alegrías… y también a las personas que formaron parte de mi vida. Algunas simplemente se alejaron; otras volaron hacia la infinidad del universo, donde ya no pude alcanzarlas.
Crecí en un hogar donde siempre tuvimos la libertad de elegir. Tengo dos hermanos mayores y, desde pequeña, hice todo lo que ellos hacían. Jugar con ellos, ver los mismos dibujos animados, imitarlos… era lo más natural. Por ser la única hija mujer y la menor, nunca me forzaron a ser distinta. Nadie me marcó un camino, ni me dijo cómo debía actuar, qué debía sentir, ni qué cosas debía amar.
Mi nombre es Greta y tengo 24 años. Mis hermanos se llaman Franco, de 28, y Bruno, de 26. Con cada uno mantengo una relación distinta, pero hay un lazo invisible que siempre nos unió, incluso más allá de cada grito, de cada discusión. Era habitual pelearnos, como lo era también perdonarnos sin palabras, y volver a querernos como si nada hubiera pasado.
Solía discutir mucho con Franco. Nunca me amedrentó enfrentarlo, pero era también quien más me cuidaba cuando salíamos a alguna fiesta… o yo a él. Bruno, en cambio, jamás fue de salir. Siempre fue más reservado, más cauto. Guardaba sus verdaderos sentimientos como si fueran un secreto demasiado valioso. Con él compartíamos tardes eternas frente al ordenador, escuchando música, perdiendo el tiempo sin culpa.
Pese a nuestras diferencias, nos unía el mismo amor que papá y mamá supieron sembrar en nosotros. A veces, olvidábamos que éramos adultos y volvíamos a ser esos tres niños traviesos de siempre. Reíamos a carcajadas. Las peleas se desvanecían. No había discusiones ni rencores. Mamá y papá, aún jóvenes y sin terminar de madurar, nos retaban por nuestras travesuras, mientras nosotros creíamos que podíamos detener el tiempo.
Pero el tiempo nunca se detiene… y todo fue efímero. Los problemas regresaban. Papá y mamá ya eran adultos. Sus cabellos oscuros comenzaron a teñirse de hilos platinados, como si los años hubieran dejado su firma.
Mi familia es del norte del país. Nacimos en Santiago del Estero. Franco, el mayor, fue quien más sufrió las necesidades de aquellos años. Nuestra casa era una sola habitación, perdida en el campo de mi abuela paterna. Nuestros vecinos: mi tío Jorge y su mujer de entonces. Éramos parte de una familia corrompida, y mis padres hicieron lo imposible por alejarnos de la miseria y la violencia que nos rodeaba.
Yo tenía apenas tres años cuando nos mudamos a Chacabuco, en la provincia de Buenos Aires. Papá consiguió trabajo en una empresa de semillas y, con esfuerzo, fue ascendiendo. Aquello fue una oportunidad única. Nos rescató de la pobreza. Fue un sueño cumplido para mis padres. Pero ese sueño se truncó en 2013, cuando papá sufrió un accidente laboral que casi le cuesta la movilidad de su pierna… y una operación de columna.
Desde entonces, todo cambió. Papá ya no pudo volver a hacer ningún trabajo que implicara esfuerzo físico. Estuvimos a punto de volver al norte. Bruno y yo estábamos en plena secundaria. No queríamos regresar a aquella vida de la que nuestros padres tanto habían luchado por sacarnos. La empresa cerró sus puertas. Muchos hombres —padres de familia— quedaron sin rumbo, buscando nuevos caminos donde antes no había opciones.
Hoy me arrepiento de haber decidido quedarme. Pero pensé como una adolescente. Y no culpo a esa niña que no sabía todo lo que el destino tenía preparado para ella.
Antes de enfermar, quise alejarme de todo. Sentí la necesidad de volver al origen, de rodearme de esa familia que habíamos dejado atrás.
Para entonces, Bruno trabajaba en una empresa en Salta. Había pasado tres años viajando a ciudades vecinas desde Chacabuco, y dos más en el norte. A los 24 años ya era encargado de un campo. El capricho del destino lo alejó de nosotros, llevándolo cada vez más cerca de ese mismo lugar que, años atrás, habíamos prometido no volver a pisar. Su inteligencia lo llevaba alto, lo impulsaba… Recuerdo haberle dicho que jamás dejara lo que le hacía feliz por la familia. Nunca creí que lo haría por mí.
Crecer trajo consigo nuevas complicaciones. Más problemas. Más preocupaciones. El tiempo para la creatividad se esfumó. Cambié de apariencia sin notarlo. Ya no era la niña de rizos y sonrisa fácil. Era una mujer con los sueños atascados, el corazón herido y la mirada cansada.
Todos, en algún momento, nos enamoramos. Y todos sufrimos. Sufrimos en silencio por cada grieta que se forma en ese pequeño corazón que aún late, aunque a veces parezca que ya no puede más.
Mamá y papá nos enseñaron a respetar a quien tenemos al lado. Ver su unión me hizo desear lo mismo. Creí en los cuentos que mamá me obsequiaba y yo leía desde que tenía cinco años. Confié en que algún día encontraría un amor sano. Uno que valorara lo que soy. Uno que tratara mi corazón con el mismo cuidado con el que papá me trataba a mí.
Pero nada de eso ocurrió.
Al menos recibí una buena educación. Aprendí lo que estaba mal. Pero… ¿de qué sirvió, si no fui capaz de detener lo que tanto daño me causaba?
Como toda persona embriagada por el amor, soporté el dolor de ver caer en la oscuridad a esa niña que alguna vez fui. Esa niña que ya no volvió. Esa niña también voló… hacia la infinidad del universo.
Hoy me pregunto, en silencio, cada noche:
¿Por qué?
Veo a la persona que una vez salió a disfrutar de una noche y ya no puedo reconocerla. Está afligida por la rutina, con el alma cansada y el deseo de despertar en una realidad distinta. Un desánimo feroz pesaba dentro de mí, como si la vida misma doliera al respirar. Nadie parecía notar que existir me estaba costando. Yo me encargaba de ocultarlo bien, disfrazando la angustia tras una sonrisa que ya no era sincera.
¿Qué me había llevado a ese punto? Un poco de todo. Fui yo quien maltrató su propio cuerpo, y eso se hizo evidente el día que intenté bajar la guardia.
Olvidemos a la joven de rizos, esa que pocos llegaron a conocer. Yo misma me alisaba el cabello y lo teñía de rojo o fucsia, como un intento desesperado de ser vista. Me envolvía en ropa oscura, cada vez más pendiente de mi apariencia, buscando ser perfecta para los demás… olvidando la sencillez que alguna vez habitó en mí. La tristeza había apagado mis ojos. Sonreía por inercia para engañar al resto, y actuaba como si todo estuviera bien, aunque por dentro me desmoronaba en silencio.
Cumplir 20 fue mi intento de progresar. La presión por conseguir trabajo me llevó a un taller de costura. Y fue también por la persona a la que elegí amar, a la que le entregué todo lo que mis padres me habían enseñado con tanto amor. Esa misma persona fue la causa de noches en vela, de lágrimas que solo la almohada conoció. Esa que falló y derrumbó el mundo color de rosa que había construido con ilusión, tiñéndolo de un gris helado, donde los cuentos ya no tenían un final feliz. Esa que me hizo cuestionarme qué estaba haciendo mal, dónde estaba mi error, por qué no podía ser amada como papá me amaba. Pasaron los años, pero las lágrimas nunca dejaron de caer. La ansiedad floreció y mis gritos de auxilio fueron ahogados por el nudo permanente en la garganta.
Solo deseaba cerrar los ojos y que ese torbellino de sentimientos se calmara un poco. Trabajaba sin descanso en el taller, obsesionada con los detalles, persiguiendo una perfección que nunca alcanzaba. El poco tiempo libre lo usaba para salir a correr, llorar en el camino o ejercitar en casa. No comía, o trataba de consumir alimentos bajos en calorías. No iba al baño durante el trabajo. Ya no hacía lo que alguna vez amé. Desde que comenzó ese noviazgo, dejé de dibujar por placer, ya no escribía, apenas leía. El estrés constante me empujó a fumar a escondidas, lejos de mis padres, lejos de todo.
Y un día noté cómo mi personalidad había cambiado. Mis enojos eran incontrolables. Me volví agresiva. Mis brazos ardían. Mis palabras se volvieron punzantes, hechas para herir, como si así pudiera compartir el dolor que tanto tiempo llevaba encerrado. Me convertí en una bomba a punto de explotar… y exploté. Y quien pagó el precio fue mi familia.
Lamento profundamente haber desgastado mi cuerpo. Fui cómplice de mi propio deterioro, creyendo ingenuamente que nada pasaría. Era fácil pensar en querer morir. Nadie entenderá realmente esa angustia que arrasa con el alma, porque yo misma me encargué de ocultarla tras una máscara… tras una palabra. No estaba bien. Siempre lo supe. Intenté pedir ayuda, por el bien de quienes me rodeaban, pero fue como si todas las puertas se cerraran frente a mí.
Hoy, ya no siento mi alma rota. Tuve que atravesar todo ese infierno para volver a respirar, tranquila, con un alivio que no cambiaría por nada. Fue como volver a nacer. Recuerdo que papá me calmó una tarde en el hospital. Me pidió que lo viera como un “reset”, que debía aprender todo desde cero. Era una segunda oportunidad. Y no todos tienen una. Había que aprovecharla: con nuevas personas, nuevos vínculos, y sobre todo, con una nueva versión de mí.
Los especialistas fueron claros: era el estrés. Yo estaba sana. No había enfermedad heredada, ni diagnóstico oscuro. Fue mi cuerpo el que absorbió cada golpe emocional, hasta no poder más. Hoy, sonrío con alegría a quienes se me acercan. Ya no creo en príncipes, ni en finales felices, pero vuelvo a sentirme como aquella niña de antes. Mis rizos están creciendo otra vez, igual que el amor propio y la confianza en mí misma.
Hoy, por fin, tengo ganas de volver a sonreírle a la vida.
*Los nombres que aparecen en el texto fueron cambiados por la autora para conservar la intimidad de los protagonistas