CAPÍTULO 7

Un día gris

Séptima entrega de una serie de escritos de una joven vecina de Chacabuco que sufrió un ACV. Cada domingo podés leer los capítulos que escribió desde la clínica de rehabilitación en Chacabuco en Red.

(Retomamos el hilo de la historia)

Hoy es un día gris, de esos que acompañan perfectamente el estado del alma. Un día ideal para llorar el pasado, para extrañar con fuerza a los que ya no están.

Todos tenemos derecho a sentirnos tristes. Derecho a detenernos, aunque sea por un instante, y escapar de la rutina. Derecho a no sonreír cuando el alma no encuentra motivos.

Si hubiera podido, me habría dejado caer en la cama, cerrando los ojos sin importar que a otros les molestara.

Últimamente, mi vida ha sido así: un cielo gris sobre mi alma y un cansancio que no se quitaba. Dormir era lo único que quería… y hoy entiendo por qué. Me estaba obligando a sostener una sonrisa que no sentía, a ocultar el verdadero peso de mi corazón para que nadie lo notara.

Hoy estoy triste porque extraño. Porque duele despedirse de quienes alguna vez nos hicieron reír hasta el alma. Duele dejar ir a quienes iluminaron nuestros días, a quienes arrancaron nuestros miedos de raíz y nos llenaron de una confianza que ahora parece tan lejana.

Y en este vacío, lo único que queda es el eco de sus risas… y la certeza de que nunca volverá a ser igual.

Se marcharon a sus casas Mariano, Ani e Isa. Fueron dados de alta. Y su ausencia pesa.

Fueron tres personas que aprendí a querer desde el primer momento en que las vi en el gimnasio. Tres almas que me abrazaron sin palabras, simplemente con su presencia. Me sentí triste cuando se fueron, aunque comprendo que su misión aquí había terminado.

Y ahora entiendo, con una punzada en el pecho, que tarde o temprano también me tocará a mí alejarme de este lugar… el lugar que aprendí a llamar hogar. No por la institución, sino por el cariño de los pacientes y algunos profesionales.

Mariano pasaba los días leyendo en el patio, siempre en su silla, siempre en silencio. Era alto, de cabello ondulado hasta la nuca, con una expresión seria que, sin embargo, se desarmaba cuando hablaba con nosotros. Tenía una dulzura que se le escapaba por cada poro, y una inteligencia serena, de esas que no necesitan imponerse.

No sé si alguna vez supo realmente cuál era su diagnóstico. Sé que pasó por terapia intensiva, que estuvo en coma, que perdió catorce kilos de masa muscular. Hablaba del estrés, del desorden en su vida. No comía bien. No dormía. Su cuerpo, cansado, le había pasado factura. Estaba aquí para recuperar su movilidad, para aprender a caminar de nuevo.

Hoy ya no escucho su voz frente a mi habitación. El silencio lo reemplazó. Pero se fue caminando… caminando con su andador.

Ani era un poco mayor que yo. Profesora de inglés, siempre se hacía notar con sus colores llamativos, con esa forma de vestir que irradiaba vida. Era hermosa con sus rizos sueltos y esa sonrisa que parecía encender cualquier rincón.

Pero detrás de esa luz, Ani cargaba con una sombra demasiado pesada: el síndrome de VHL, una enfermedad rara y hereditaria. Había nacido con tumores en la médula, en el cerebro, en la retina… y también podían aparecer en los riñones. Eran tumores benignos, sí, pero no había cura, y la condena de convivir con ellos estaba siempre ahí, como un recordatorio cruel.

En agosto del 2024 la intervinieron en la médula. La operación le dejó secuelas profundas, obligándola a pasar siete largos meses en rehabilitación dentro de la clínica. Yo la conocí cuando, después de atravesar mis propios protocolos de ingreso, logré bajar al gimnasio. Allí estaba ella, también en silla de ruedas.

Y, sin embargo, Ani tenía algo distinto… algo que dolía mirar y admirar al mismo tiempo: una fuerza que desbordaba, unas ganas de vivir que se respiraban en su presencia. Ella logró volver a su casa caminando. Yo aún la recuerdo así: luchando, resistiendo, y brillando entre la fragilidad de un cuerpo que no dejaba de quebrarse.

Isa… Isa era una mujer de familia. Madre, esposa, fuerte como pocas. Era de Salta. Venía de sus vacaciones junto a su esposo cuando un accidente automovilístico cambió su vida para siempre. Ella se llevó la peor parte. Su estado fue crítico, pasó por terapia intensiva, estuvo en coma, fue operada de la cadera. Supe que deberán volver a intervenirla, pero una bacteria lo impide por ahora.

Uno de sus pies es más corto que el otro, pero dice que no le importa. Y le creo. Está viva. Y feliz de volver con los suyos.

La admiro profundamente. Camina con ayuda del andador, con una zapatilla especial que le da la altura que le falta. Isa tiene una luz especial. Esa magia que no he visto en muchas personas. Su actitud, su fe, su fuerza… todo en ella transmite vida.

Yo también creí que caminaría. Pensé que tal vez lograría levantarme.

Pero me dijeron que la recuperación sería muy lenta. Muy larga.

También me explicaron que no volveré a ser la de antes.

No voy a poder hacer todo como solía hacerlo.

Solo espero poder valerme por mí misma en lo básico.

No estoy enojada. Ni frustrada. Puedo entenderlo.

Pero… no voy a mentir: cuesta horrores.

Es difícil depender de otros para existir. Sobre todo, cuando siempre fui partidaria de la independencia propia. Recibir el alta ya no es una promesa de libertad, sino la certeza de que dependeré de ellos al cien por ciento.

Es como volver a ser una bebé. Y eso no me gusta. Me hiere el orgullo. Me rompe por dentro.

Hoy no tengo fuerzas para sonreír. Hoy solo quiero estar triste, dejarme estar.

Necesito recordar quién era.

Necesito volver a mis buenos momentos, aunque me hagan llorar.

Ya no me importa si soy bonita.

Solo quiero… volver a caminar. Algún día.

Lo prometo. Voy a esperar. Paciente. Silenciosa. Acompañada por esta tristeza que, por hoy, es mi única compañía.

Pero también prometo… Mañana, volver a sonreír.

*Los nombres que aparecen en el texto fueron cambiados por la autora para conservar la intimidad de los protagonistas

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Capítulo 4
Capítulo 5
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