Un 23 de diciembre de 1951 pasa a la inmortalidad Enrique Santos Dicépolo, que había nacido un 27 de marzo de 1901. Eran cinco hermanos y nacidos en el barrio de Once. Era muy pibe cuando se le murieron su madre y su padre, quedando huérfano a los nueve años, y de chico se echó a andar en las calles buscando un pecho fraterno.
Ese afecto que la vida le había negado casi desde un principio. Lo crió su hermano Armando, a los 16 ya era actor y a los 17 autor teatral. En 1919 la semana trágica de enero lo golpeó duramente y lo marcó para siempre, y sobre el cortejo de los obreros asesinados por la bárbara represión, él arrojaba flores rojas en homenaje al levantamiento obrero anarquista contra la opresión en los talleres Vasena.
En el teatro y en la poesía buscó tesoneramente donde volcar su pasión. En ese mundo de la cultura europeizada, donde reinaban los pitucos de la calle Florida, él no pudo levantar su voz, una voz nutrida del drama popular. Hasta que un día encontró en el tango la posibilidad de expresar esos sentimientos que lo inundaban. El tango no como lamento ni tampoco como acuarela del suburbio, sino como testimonio, como radiografía implacable de una sociedad injusta y corrupta.
Eran los tiempos de la década infame, que terminó con el ascenso del peronismo un 17 de octubre de 1945. Como sujeto histórico de transformación, él es un poeta en grande, pero para hacerlo se ha transformado en juglar tanguero. En sus versos quedó registrado el triste destino de un país que no controlaba su presente, saqueado, sin horizonte ni dignidad.
Dicépolo tuvo esa inteligencia y capacidad para reflejar en el tango, en la poesía y en el arte las emociones y sentimientos de los demás, como así también la osadía de interpretarla en la reflexión y el accionar político. Por ejemplo, en la obra Mateo recoge la protesta anarquista, apareciendo el verdadero rostro del país sometido como en la crisis del 29 y que otros intelectuales no reflejan, ya sea por indiferencia o sumisión.
Los dueños del poder, ayer como hoy, echaron a correr el rumor de que él era triste, escéptico, sombrío. Él solo dijo, la miseria no la inventé yo, solo la describo. Y decía como hoy, los mismos de ayer, causando endeudamiento, desempleo, salarios que no alcanzan, jubilaciones misérrimas, represión, por sólo citar algunos hechos de la actualidad. Y así ocurrió que cuando vinieron épocas de pleno empleo y gran consumo popular, él ya no escribió más tangos tristes, se dedicó al teatro, al gremialismo, hasta que un 23 de diciembre de 1951 se fue para el silencio, como decía otro de los grandes, Atahualpa Yupanqui.
Pero quedaban sus testimonios, sus versos, su acusación para toda época en que el pueblo sufra explotación y pobreza. Te duele como propia la cicatriz ajena.
Muy bueno querido amigo Dr Nelson Coronel.-Un grande Enrique Santos Discépolo