NOTA DE OPINIÓN

Reflexión sobre salud mental

No somos una “generación de cristal”; vivimos en una presión constante: de triunfar, de estudiar, de trabajar, de sostener vínculos que consumen energía.

En Chacabuco no hay una responsabilidad seria de la salud mental y eso está visto. Fui adolescente y me costó tiempo en sanar por mi cuenta porque no recibí ayuda del sistema, y no fue por falta de búsqueda. Dios sabe de los momentos en que tuve que morderme los labios y seguir. Recuerdo con claridad las veces que crucé la ciudad en bicicleta, con el cuerpo tenso y la esperanza en la mochila, para que me dijeran que “no podían atenderme”. Volví a casa cada vez más chica por dentro, con la impotencia clavada en la garganta.

La depresión no tiene horarios ni feriados. No espera que el calendario coincida con la disponibilidad administrativa. Yo misma supe que algo no andaba bien en mí, por eso fui a buscar ayuda donde se suponía que la iba a encontrar. Qué frustración fue volver a casa llorando, con esa sensación de haber golpeado una pared invisible: que te atiendan por un rato y que te digan “todo está bien” cuando no lo está, o que prometan un llamado que no llega. ¿Cuántas veces más tenemos que repetir la misma historia para que nos crean?

Tengo 24 años. A los 14 empecé a ir a un psicólogo; estuve un año y me dieron de alta cuando no había habido cambios reales. Puedo decir con toda honestidad que, después de esa “alta”, todo empeoró. Volví a buscar ayuda en otras oportunidades: me dijeron que me avisarían, que me darían un turno, que existían programas; los años pasaron y nunca llamaron. En mi último intento regresé agobiada, con ansiedad y estrés que ya no me dejaban respirar. La historia se repitió, y yo ya no quería vivir. Esa sensación —la de no soportar más— es un silencio que pesa y que muchas veces se queda sin voz.

¿Cómo creen que me sentí al mirar a mis seres queridos y no poder decir que me quería ir? Ese secreto que nos comemos por miedo o por vergüenza se vuelve un peso insoportable. Es otra lucha que no contamos en la sobremesa, que no compartimos en las fotos felices. Y el dolor puede ser tan profundo que algunos encuentran el valor —o la desesperación— para terminar con todo. No es un romanticismo: es una tragedia. Yo tuve la mala suerte, o la suerte quizás, de colapsar en el momento menos indicado.

Sufrí un accidente cerebrovascular —algo que, por la forma en que se manifestó, no logran explicar con facilidad en mi caso— y ahora estoy cuadrapléjica y sin poder hablar. Me dicen que mi situación es rara, “1 en un millón”, para mi pueblo, es una pérdida de posibilidades y un recordatorio de la fragilidad que la falta de acompañamiento puede provocar. No es un chiste cuando se habla de salud mental. En cada centro al que fui me recalcaron “estrés”, una palabra general que en boca de algunos suena improvisada y en otras se usa para cerrar una carpeta.

Me dio impotencia saber que hice varios intentos por recibir ayuda: que grité por ella y no la tuve. Y mientras tanto, en la comunidad, hay pérdidas que duelen colectivamente, porque podrían haber sido nuestros hermanos, hijas, hijos, nietos. Personas que tal vez intentaron todo y que no tuvieron —ni recibieron— la contención que tanto se dice desde una pantalla. Eso duele doble: por la persona, y por la evidencia de que el sistema falla.

Algo está fallando desde hace mucho y, a veces, parece que a quienes gobiernan o administran la salud pública no les importa la salud quebrantada de tantos jóvenes. No somos una “generación de cristal”; vivimos en una presión constante: de triunfar, de estudiar, de trabajar, de sostener vínculos que consumen energía. Hay adultos que no lo entienden porque les enseñaron a criarse en el silencio, a sostener dolores sin nombrarlos. Ese silencio se transmitió como costumbre, y ahora se convierte en una trampa para quienes no encuentran una mano que les tienda la cuerda.

No hay palabras que consuelen del todo a las familias destrozadas; lo único que puedo ofrecer es mi apoyo y un abrazo que, aunque no pueda dar físicamente, siento profundamente en el alma. También quiero decirles a quienes están en medio de esto: no se callen más. Juro que un día el sol vuelve a brillar. Lo pienso cada vez que recuerdo la oscuridad que creí eterna; lo pensaba cuando sentía que me faltaba el aire. Si podés, contá con ese amigo, con ese hermano, con esa persona que te mira sin juzgar. No bajes los brazos.

No puedo, con honestidad, decirte simplemente “buscá ayuda profesional” como si fuera una fórmula mágica, porque la realidad es que muchos no estamos acompañados como corresponde. Pero sí puedo decirte esto: no hay mejor medicina que el amor verdadero de alguien que quiera verte bien. Esa compañía humana —un gesto, una escucha, un abrazo— puede marcar la diferencia hasta que se consiga un apoyo profesional efectivo.

A quienes administran la salud pública: necesitamos menos discursos y más protocolos; necesitamos sistemas que no prometan y luego desaparezcan. Que las derivaciones sean efectivas, que exista seguimiento, que las altas no signifiquen abandono. Que se forme y se capacite al personal para identificar señales de riesgo y acompañar con responsabilidad, no con burocracia. Que las plazas, las escuelas y los clubes sean espacios donde aprender a ver las luces de advertencia y responder con cuidado. Que haya recursos accesibles para quienes no pueden esperar.

A mi comunidad: cuiden a quienes tienen la mirada cansada. Pregunten, escuchen y hagan el gesto de acompañar. Muchas veces no hace falta una receta: hace falta estar. A las familias: no minimicen, no digan “es una etapa” si alguien repite que no aguanta. No desestimen los silencios.

Cierro diciendo que mi historia es una denuncia y una súplica. Denuncio la falta de respuesta y pido acciones concretas. Suplico por un sistema que no nos abandone cuando más lo necesitamos. Y afirmo que, a pesar de todo, hay un hilo que nos puede volver a tejer: la solidaridad humana. Si podés, quedate, contá, pedí ayuda, exigí respuestas. El sol vuelve.

                                                                       Yessica Suarez

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