Cuando inicié mi formación como Instructora de Meditación, mi Maestra Bárbara Farías planteó un debate entre Meditar o Medicar. Una sola letra de diferencia, una manera de habitar el mundo de manera totalmente distinta.
Lejos de quitarle valor o reemplazar cualquier tratamiento médico-farmacológico, intentaré describir el paradigma de salud imperante y la necesidad de construir- entre todos- un nuevo paradigma de salud que incluya el contexto, las distintas situaciones que una persona vive a lo largo de su vida, las emociones, la espiritualidad y los beneficios de prácticas milenarias, como la meditación, para lograr un mayor bienestar y calidad de vida.
Es conveniente, en un primer lugar, dejar claro que para las culturas occidentales meditar es una práctica compleja. Esta complejidad radica en que el mundo occidental tuvo que esperar a que, en el siglo XIX, se “importaran” ciertas filosofías hinduistas, el Yoga o el Budismo, para que se entendiera de una forma más clara y más precisa el concepto y la necesidad de esta práctica y, por otro lado, tuvo que rediseñarse esta práctica a un contexto de vida caracterizado por el estrés, el estímulo continuo y la constante carrera por el tiempo a la que se ven sometidas nuestras culturas.
En otras palabras, para nosotros la práctica de la meditación, se enfrenta a la dificultad de su adaptación en un contexto occidental que, culturalmente, no siempre está familiarizado con ella y, además, está atravesada por una cotidianeidad apabullante y mucha veces caótica.
Por otro lado, la medicalización, muchas veces impulsada por la industria farmacéutica y la publicidad, se ha transformado en una práctica de vida cotidiana. Miles de personas consumen medicamentos sin prescripción médica y los mismos se venden en lugares que no tienen asesoramiento de farmacéuticos calificados.
Para profundizar acerca de la creciente medicalización, cabe agregar la caracterización que hace Eduardo Menéndez, antropólogo social argentino radicado en México, acerca del modelo actual de la medicina. En su artículo “El modelo médico y la salud de los trabajadores” concibió el Modelo Médico Hegemónico (MMH), definiéndolo de la siguiente manera: “entiendo el conjunto de prácticas, saberes y teorías generados por el desarrollo de lo que se conoce como medicina científica, el cual desde fines del siglo XVIII ha ido logrando establecer como subalternas al conjunto de prácticas, saberes e ideologías teóricas hasta entonces dominantes en los conjuntos sociales, hasta lograr identificarse como la única forma de atender la enfermedad legitimada tanto por criterios científicos, como por el Estado”.
Los principales rasgos estructurales del MMH son: biologismo, individualismo, ahistoricidad, asociabilidad, mercantilismo, eficacia pragmática, asimetría, autoritarismo, participación subordinada y pasiva del paciente, exclusión del conocimiento/necesidades/deseos de la persona, legitimación jurídica, profesionalización formalizada, identificación con la racionalidad científica, tendencias inductivas al consumo médico en sus aspectos más significativos: farmacológico, aparatológico y quirúrgico. Dichas características hablan por sí solas de la manera de abordar a la salud, de la patologización excesiva con el consecuente incremento de la medicalización, de la descontextualización de la trayectoria de vida de las personas, de las necesidades emocionales, de las condiciones en las que vive, entre otros aspectos.
A fin de precisar acerca de los peligros de la medicalización, se puede decir que existen riesgos por iatrogenia: las intervenciones médicas innecesarias pueden ser perjudiciales y generar efectos secundarios, se observa una pérdida de autonomía: se reduce la capacidad de las personas para autocuidarse y afrontar los problemas de la vida por sí mismas, se induce a una falsa sensación de seguridad: la creencia de que cualquier problema se resuelve con un medicamento puede llevar a una menor tolerancia al malestar y al sufrimiento, además del aumento del gasto de bolsillo de las familias en medicamentos y tratamientos.
Construir un nuevo paradigma de salud es urgente e implica reconocer la creciente medicalización con los riesgos que esto implica, que se reconozcan otras disciplinas como el Psicoanálisis donde la persona pueda poner en palabras sus sentires, sus dolores, sus pérdidas y, además, que se legitimen otras prácticas complementarias que coadyuvan a la salud integral como la meditación, el yoga, el tai chi, la musicoterapia, el arte terapia, entre otros.
Construir un nuevo paradigma de salud no implica invalidar los avances de la ciencia médica sino utilizarlos de manera tal que integren las distintas dimensiones del ser humano y que se integren todas las prácticas que la humanidad ha ido construyendo a través de su historia y han contribuido a la mejora de la salud.
En lo que refiere a este artículo y a fin que la diferencia entre meditar y medicar no sea sólo una cuestión de cambio de letras, considero que ponderar e incorporar la meditación a nuestra vida diaria como práctica de atención plena, de mirar hacia adentro sin descuidar el afuera, como espacio de pausa para el aceleramiento cotidiano podría ser un aporte y, quizá, se puedan generen cambios significativos en los estilos de vida.
Es necesario en este sentido compartirles los principales beneficios de la meditación para la salud física, emocional y mental. Entre ellos se pueden citar: la reducción del estrés y la ansiedad, la mejora de la concentración y la autoconciencia, y el aumento de la energía y la vitalidad.
Para finalizar, quisiera expresar con optimismo que pese a estas dificultades enunciadas, cada día más personas se suman a las prácticas de meditación considerándola como el proceso de soltar el pensamiento recurrente e invasivo y, en los espacios creados, permitirse habitarse, ser y sentir.