La provincia de Buenos Ayres atraviesa una paradoja que se arrastra desde hace décadas: es el territorio más poblado, productivo y estratégico de la Argentina, pero también el más desordenado en términos de gestión, identidad y organización política. El dilema es profundo y no puede reducirse a diagnósticos superficiales: ¿cómo organizar una provincia que concentra casi el 40% de la población nacional, aporta alrededor del 36% del PBI del país y, al mismo tiempo, convive con un conurbano colapsado, una región extra-AMBA despoblado y enormes asimetrías territoriales?
Una de las propuestas que emerge con fuerza en este debate es la necesidad de trasladar la capital política provincial de La Plata a Junín. La idea, lejos de ser un simple gesto simbólico, responde a razones estructurales que tienen que ver con la gobernabilidad, el federalismo interno y la viabilidad futura de la provincia.
La trampa de La Plata y el cordón del conurbano
La Plata fue concebida en el S. XIX como capital administrativa, tras la federalización de la Ciudad del Buen Ayre. Su diseño urbanístico, racional y moderno, buscaba dar equilibrio a una provincia golpeada por la pérdida de su antigua capital. Sin embargo, el crecimiento explosivo del conurbano bonaerense terminó por desbordar ese plan.
Hoy, la capital provincial está encadenada al cordón metropolitano: cualquier decisión política en La Plata está condicionada por la presión inmediata de un conurbano con 12 millones de habitantes, bolsones de pobreza estructural, economías informales que superan el 40% y una violencia urbana que desborda la capacidad de respuesta estatal. El resultado es un sistema político encerrado en la lógica metropolitana, incapaz de proyectar un desarrollo integral que abarque al interior bonaerense.
Junín: centro geográfico, nodo productivo
Trasladar la capital a Junín permitiría un reordenamiento territorial más acorde con las necesidades provinciales. Junín es, de hecho, un nodo estratégico del noroeste bonaerense, con accesos ferroviarios y viales que lo conectan con Rosario, Córdoba, Santa Fe y el norte de la provincia, con la Patagonia y el Mercosur.
Además, Junín simboliza otra Buenos Ayres: la de la producción agrícola, el cooperativismo, la agroindustria y el dinamismo universitario. Trasladar allí la capital no solo implicaría descentralizar el poder político, sino también reconocer que el futuro bonaerense no está en la expansión infinita del conurbano, sino en el equilibrio entre producción y urbanización.
Producción o conurbanización: un dilema estratégico
El dilema bonaerense puede resumirse en esta disyuntiva: o se avanza hacia un modelo de provincia productiva, con infraestructura equilibrada, agua sin arsénico, caminos rurales transitables y polos regionales fortalecidos, o se continúa en el camino de la conurbanización sin freno, donde la provincia se convierte en un gigantesco cinturón urbano marginal, dependiente de subsidios, informalidad y clientelismo político.
Las cifras son claras. Mientras el conurbano concentra más del 67% de la población bonaerense, el interior provincial se vacía lentamente. En decenas de localidades, el envejecimiento poblacional y la falta de oportunidades expulsan a los jóvenes, debilitando el tejido productivo y social. Al mismo tiempo, más del 45% de la economía opera en la informalidad, lo que erosiona la recaudación fiscal y limita la capacidad de inversión estatal. Si se lograra regularizar ese universo productivo, el Producto Bruto Geográfico provincial podría crecer hasta un 80%, y la masa coparticipable entre provincia y municipios aumentaría entre un 25% y un 30%, generando recursos directos para obras, salud, infraestructura y empleo local. Formalizar no es sólo recaudar: es poblar, producir y sanar el territorio.
La cuestión institucional
Pero no todo es economía. La organización institucional también es central. La provincia administra 18 ministerios, una estructura sobredimensionada que hace lenta y costosa la gestión. Con seis ministerios estratégicos bastaría para ordenar prioridades, dar respuestas rápidas a los intendentes y transparentar el manejo de recursos. A esto se suma la urgencia de controlar las llamadas “cajas municipales”, cuyo desorden impide destinar fondos a lo esencial: caminos rurales, cañerías de agua, infraestructura escolar y sanitaria.
El traslado de la capital sería, entonces, el puntapié de una reorganización integral: una nueva geografía del poder provincial que no quede capturada por la inmediatez metropolitana, sino que proyecte desarrollo hacia el interior y hacia el conjunto de la Nación.
Un cambio de paradigma
Pensar en Junín como capital no debe entenderse como una fantasía, sino como un cambio de paradigma. Así como Brasilia en Brasil o Viedma en el frustrado proyecto de Alfonsín, el traslado de una capital es un acto político que busca reorientar el eje de un país o de una provincia hacia un horizonte distinto.
Buenos Ayres necesita un horizonte nuevo. Su magnitud hace inviable seguir gestionándola con lógicas del S. XIX o con el corto plazo electoral. El futuro de la Argentina depende, en gran medida, de cómo la provincia logre organizarse a sí misma.
Junín puede ser el punto de partida para esa organización: una capital productiva en lugar de una capital atrapada por el conurbano y la rosca política. Esa es, quizás, la decisión más racional e inteligente que el S. XXI exige a los bonaerenses.
*Luis Gotte. Mar del Plata [email protected]
Coautor de Buenos Ayres Humana I: la hora de tu comunidad (Ed. Fabro, 2022); Buenos Ayres Humana II: la hora de tus intendentes (Ed. Fabro, 2024); y en preparación: Buenos Ayres Humana III: La Revolución Bonaerense del Siglo XXI, las Cartas Orgánicas municipales.