24 de junio de 1935, 24 de junio del 2024, Carlos Gardel, figura emblemática de la música ciudadana, nació el 11 de diciembre de 1890 en Toulouse, Francia, hijo de Berta Gardés de profesión planchadora y padre desconocido o en discusión.
Tres años después llegaron a Buenos Aires y los primeros años del siglo lo encontraron cantando por los cafés de Abasto. En este país, decir que alguien es Gardel, significa reconocer como lo mejor en lo suyo.
Por algún lado deben dar la explicación racional de la persistencia de la devoción popular o de la supervivencia de Gardel en la idolatría popular. Han pasado años desde la catástrofe de Medellín a aquella tontería de la historia. En el avión que se disponía a viajar, según palabras de José María Aguilar, único sobreviviente que había sido adquirido en Norteamérica y efectuaba su primer vuelo, luego del choque, Carlos Gardel, sentado en los primeros asientos, yacía inmóvil, sin vida. Y el 5 de febrero de 1936, la muchedumbre de Buenos Aires veló el ataúd con sus cenizas en el Luna Park y al día siguiente, por la calle Corrientes, lo volvió a acompañar por esa calle tan transitada y amada por el Zorzal.
En la Buenos Aires de hoy, sólo la humedad y la nostalgia constituyen un hilo común con aquella otra de la década del 20 y del 30. Ni la palabra, el honor, el amor, el odio o los escrúpulos son los mismos, y hasta el machismo de ese entonces es hoy una entidad en descarte, todo por la lucha incansable e inclaudicable a lo largo y ancho de la patria grande de cientos de mujeres.
Gardel y sus tangos, Gardel y sus películas, Gardel y su pinta, hacen que muchos pretendan modelar el arquetipo de nuestra nacionalidad. Detrás de las aventuras del Gardel, del palco, el disco y el cine, de la montaña de mentiras inventadas por algunos y de anécdotas creíbles o apócrifas, más alía de todo, persisten, es cierto, misterios insondables.
Las fabulaciones sobre su personalidad, sobre límites fronterizos con el delito menor en los tiempos del abasto, las grietas informativas alrededor de los motivos de la catástrofe en suelo colombiano, resultan, sin embargo, menos atractiva para el latinoamericano convencido, sin razón, de la verdad que a veces es menos importante que la leyenda.
A Gardel nunca se lo cuestionó, como ha ocurrido con pocos argentinos. A Gardel nunca se lo discute, solo se lo escucha, se lo siente, se lo recuerda y en muchos casos se lo venera. Entre aquel y Argentina de Gardel de 1935, de plena década infame, y la Argentina de hoy, donde se esbozan infamias como entonces, median mil desventuras y centenares de ilusiones en el rincón de los recuerdos vivos.
Fijemos la vista en Gardel y en que, de alguna manera, es suya y nuestra rebosante de esperanza, y será lícito que demos manija a cualquiera de sus discos para creernos como buenos argentinos que también somos dueños de su inspiración.
Como dijo una vez un poeta tanguero, Hugo Negro, cantó por todos los amores, por todos los recuerdos, por los lugares vivos y entrañables, por la historia hondas, por los sueños, cantó a su pueblo de bolsillos rotos, cantó por todos y sigue cantando.
Por eso, como expresa Abelardo Castillo, más que un hombre fue y es un sueño colectivo.