Cuando estuve en la clínica, conocí a una mujer que, de alguna forma, era un reflejo de mí. Ella también había sufrido un ACV. Su cuerpo estaba rígido como una estatua, inmóvil, como si hubiera quedado atrapado en el tiempo. Su cabeza reposaba siempre girada hacia la derecha, incapaz de volver al centro. Se llamaba Carla. Le habían dado el alta mucho antes que a mí, y desde entonces su vida había tenido algunos progresos que, en silencio, la llenaban de esperanza.
Cada vez que su presencia se cruzaba con la mía, mis ojos quedaban atrapados en ella. Había llegado con una venda en la cabeza, recién operada, y una pequeña gasa en el cuello que delataba una traqueotomía casi cicatrizada. Pero más allá de las marcas en su cuerpo, lo que más me impactaba era la prisión invisible en la que estaba su alma. En su mirada podía leer la agonía, el peso del dolor, la resignación de lo que le había tocado vivir. A veces me preguntaba en silencio: ¿tendrá algún síndrome de enclaustramiento? No quería incomodarla preguntando, pero las dudas me llenaban la mente.
Yo también había empezado así. Recordé a mi terapista ocupacional del hospital —a quien adoro con todo mi corazón— cuando les dijo a mis padres que debía aprender a girar la cabeza hacia ambos lados, o de lo contrario quedaría para siempre igual que Carla. La estrategia que encontraron fue sencilla pero efectiva: al cuidarme, se sentaban siempre a mi izquierda para obligarme a buscarlos con la mirada. Yo tendía naturalmente a mirar hacia la derecha, así que debía hacer el esfuerzo. Era un método que se usaba con los niños para que aprendieran a buscar siempre a su madre. Y, aunque parecía un detalle menor, fue un entrenamiento vital.
Los kinesiólogos también fueron determinantes. Recuerdo cómo insistieron en que usara botas ortopédicas para evitar que mis pies cayeran hacia abajo. Siempre lo digo y lo repetiré hasta el cansancio: el equipo de profesionales que me atendió al inicio de mi recuperación fue indispensable. Sin ellos, hoy no sería capaz de escribir estas palabras ni de contar mi historia.
En la clínica lo confirmé. Allí no solo conviví con mi propio dolor, sino que fui testigo de muchas vidas quebradas: intentos de suicidio, enfermedades desconocidas, personas perdidas en su propia mente, pacientes abandonados por sus familias… Historias que me atravesaban, que me obligaban a mirar más allá de mi sufrimiento.
Una de mis compañeras de habitación tenía ELA. Ya no podía hablar con claridad ni mover su cuerpo. Recuerdo que su hijo me gustaba; lo admito con ternura, porque cada vez que lo veía entrar yo sonreía como una niña enamorada. Se llamaba Lucas, y estoy convencida de que era la luz de los ojos de su madre. También tenía una hija, pero vivía lejos, en Suecia.
Presenciar de cerca aquella enfermedad fue duro, insoportable en ocasiones. Comprendí la desesperación de su familia, el cansancio en sus rostros, el nudo permanente en sus gargantas. Ella, sin embargo, se mostraba negativa, rendida ante la enfermedad. No la culpo. Nadie más que ella entendía lo que significaba ver morir, lentamente, a la mujer que había sido.
Un día, Lucas nos mostró una foto de su madre antes del diagnóstico: una mujer rubia, con el flequillo perfecto, manos delicadas adornadas con anillos, labios pintados en una sonrisa impecable. Me pregunté qué demonios podía esconder aquella sonrisa congelada en el tiempo. El paso de los años había sido cruel, borrando la frescura de su rostro. Ahora, su cabello platinado estaba recogido en un rodete sencillo, y aunque la enfermedad avanzaba sin piedad, su cuidadora seguía pintando sus labios de un rojo furioso, como si en ese gesto hubiera un intento de resistencia contra la muerte. Y a veces, en medio del dolor, aún aparecía la mujer que había sido: una sonrisa fugaz, un gesto infantil, una chispa de belleza escondida.
Con papá solía sacarle la lengua en forma de juego. Con mamá hablaba de Dios cuando la tristeza la vencía. Y, aunque sus palabras eran casi ininteligibles, de algún modo lográbamos comprenderla.
No aceptaba ningún método de comunicación. Ni siquiera la kinesiología. Un día quiso decirle algo a su familia y nadie lograba entenderla. No soportaba la idea de depender de tecnología, así que decidimos buscar una forma respetuosa de ayudarla. Lucas tenía un abecedario propio, pero resultaba complicado. Entonces recordamos el que nos había enseñado Lorena en el hospital de Chacabuco. Mamá preparó uno y, con paciencia infinita, fue preguntándole grupo y luego letra hasta formar palabras.
Así, lentamente, pudo expresar que una enfermera le resultaba mala. No era mala en realidad; yo estaba atenta a todo y cuidaba de mis compañeras cuando estábamos solas, pero hablaba fuerte y ella no soportaba ese tono. Fue una revelación pequeña, pero significativa: al fin había podido expresar algo. Tiempo después, cuando me trasladaron de piso, supe que volvió a usar ese abecedario. No volví a verla luego. Me dijeron que había partido. Y entonces pensé que, finalmente, había descansado de su agonía.
Su paso por la vida había llegado al final. Nunca sabremos si logró los sueños que alguna vez se propuso. Nosotros, desde afuera, solo pensamos en nuestro propio dolor, en lo que hubiéramos querido para ella, y olvidamos lo más importante: el suyo, el peso insoportable que cargaba día tras día. Ella rogaba a Dios que la llevara, y mamá la entendía perfectamente.
Yo estuve poco tiempo en coma, pero fue suficiente para ver el desconcierto en mi familia y para sentir, en carne propia, el miedo, pero no tenía miedo a morir; era miedo a pensar en cómo harían mis padres para seguir. Recuerdo la sensación de estar a punto de volar, las ansias de irme, y al mismo tiempo el terror absoluto que recorría mi cuerpo. Sentía un cansancio inmenso y un deseo profundo de descansar para siempre. Incluso me despedí de los míos. Cuando esperaba la hora de mi muerte, me sorprendió que nunca llegara.
Esperé a la muerte como se espera un abrazo: con la calma de quien ya no tiene prisa.
Al despedirme, los vi llorar y yo también lloré; en ese silencio quise decirles, aunque fuera mentira, que todo estaría bien.
Después, sola conmigo misma, me preguntaba una y otra vez por qué seguía viva.
Esto cuesta. Cuesta tanto como le costó a Carla, como le costó a Grecia con su ELA, como me cuesta a mí con este ACV que me dejó atrapada en un cuerpo con síndrome de enclaustramiento. No podemos solos. La impotencia nos devora porque ya no dependemos de nosotros mismos. Y, sin embargo, aquí seguimos.
Hace unos meses ni siquiera habría imaginado que estaría escribiendo y manejando redes sociales. Y aquí estoy, gracias a la tecnología, a la aplicación que me permite expresarme y a la insistencia de mis kinesiólogos. Cada día aprendo algo nuevo, aunque me lleve horas, aunque el cansancio me venza. No fue fácil. Me armé de paciencia y lo hice. Convertí mi dolor en hambre de aprender. Y, sobre todo, no me rendí.
Sí, a veces tengo ganas de morir. Sí, lloro. Me lleno de preguntas sin respuesta. La vida real fue más cruel de lo que puedo escribir aquí. Hubo más lágrimas, más heridas, más golpes, visibles e invisibles.
Desde niña entendí lo que significaba ser independiente. Siempre soñé con salir del abrigo de mis padres, con trabajar, con valerme por mí misma. Jamás imaginé que a los 24 años estaría atrapada en un cuerpo que no obedece. Y ese es mi tormento, pero tengo ganas de vivir.
Sí.
Extraño vestirme con faldas, usar tacones, arreglarme, coquetear con algún muchacho. Extraño esas pequeñas rutinas que parecían insignificantes y hoy son imposibles. A veces siento que gran parte de mi vida se irá en terapias de rehabilitación. Y, sin embargo, no pierdo de vista mi meta. Mi meta no es material, no es comprar un auto ni una casa. Mi meta es volver a caminar.
Pienso en eso, y pienso en mi familia. No quiero quedarme sentada viendo cómo el mundo gira sin mí. Necesito sentirme útil, liberar mi mente, no dejarme devorar por los pensamientos oscuros que me acechan. Conozco mi cabeza y sé lo cruel que puede ser cuando me dejo arrastrar por ella. Por eso, cada día, elijo pelear. Una y otra vez. Por ellos. Por mí. Por la vida.
*Los nombres que aparecen en el texto fueron cambiados por la autora para conservar la intimidad de los protagonistas
Capítulo 1
Capítulo 2
Capítulo 3
Capítulo 4
Capítulo 5
Capítulo 6
Capítulo 7
Capítulo 8
Capítulo 9
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