El 23 de junio de 2024 sufrí un ACV isquémico a nivel troncal. Ese día, murieron todas las células que controlaban mis movimientos voluntarios. Incluso perdí el habla. El daño estaba localizado en el tronco encefálico, una zona tan delicada que ni siquiera podía ser intervenida quirúrgicamente. Entré en coma. Solo un milagro podía salvarme. Los médicos dieron 72 horas para que despertara, aunque ni siquiera podían asegurar que lo haría. Podía quedar en estado vegetativo, alimentada por una sonda… de por vida.
El panorama era devastador. Nadie entendía cómo un cuadro así se había presentado en alguien tan joven. Era más común en personas mayores, con antecedentes vasculares. Lo extraño es que mi caso fue progresivo: los síntomas comenzaron con un simple mareo un sábado por la noche. Poco a poco, fui quedando dormida… hasta entrar en coma, un día después. Aquello desconcertó a todos. Generalmente, los ACV golpean de golpe, como un rayo. El mío fue silencioso.
Hoy me encuentro encerrada en mi propio cuerpo. Puedo sentirlo todo… pero ya no puedo mover nada por voluntad propia. A esto se lo llama síndrome de enclaustramiento incompleto. Durante los primeros meses, todo estaba inmóvil. Mi cuerpo era una tabla rígida. Ni siquiera podía sonreír o girar la cabeza. Fue papá quien me enseñó a comunicarme con pestañeos: uno era “sí”; no pestañear, era “no”. En ese entonces, ni siquiera podía cerrar los ojos dos veces seguidas.
Nadie podía entender lo que pasaba realmente. Mamá y papá no lo asimilaban. Era un golpe demasiado duro. Algo que los desestabilizó por completo.
Yo le pedía al cielo volar… hacia la infinidad de las estrellas. Necesitaba descansar mi mente, mi alma. Pero jamás imaginé que lo haría de esta forma. Nunca creí que mi estado era grave. Siempre pensé que la muerte dolía. Pero mis sentimientos estaban anestesiados. Lo único que fui capaz de sentir fue un cansancio inmenso… un cansancio que aún hoy no puedo explicar.
Estaba internada en una terapia cuando les informaron a mis padres que había entrado en coma. Yo no sentí nada. Entre sueños, solo recuerdo un miedo profundo… tan paralizante que podría quebrar hasta al más valiente.
Recuerdo que, en algún momento, las palabras dejaron de salir. Suplicaba en silencio que me dejaran ir. Mientras tanto, escuchaba a mis padres decir que muchas personas estaban rezando por mí, ayudándolos y los veía, no sé cómo, pero podía verlos. Nunca me animé a preguntar si estaban listos para verme partir… ni qué sintieron en ese abismo.
En mis oídos retumbaban los sonidos de la UTI. Quise creer que era papá enviándome señales para decirme que me amaba. Pero no… eran solo los monitores, los aparatos que confirmaban que aún estaba viva. Siempre escuché todo. No sé qué decían, pero sé que estaban allí. Incluso estaba él. Ya no había vínculo que nos uniera. Había traicionado la confianza de mi familia… y se llevó con él los sueños de aquella muchacha que lo había amado. Yo no entraba en sus planes, aunque tampoco se los impedía. Simplemente lo dejé ir. No hice nada por detenerlo. Dejé que mi corazón terminara de romperse aquel día de noviembre. Y dolió. Dolió tanto… pero volví a ocultarlo, como siempre.
Sé que su presencia empeoró mi estado. Sé que quiso un concubinato “para ayudar”. Sé todo lo que pasó a mi alrededor. Pero mis padres también sabían que yo jamás podría atarme a alguien como él. La angustia que me generaba era imposible de explicar. Ni los cuidados más delicados habrían podido devolverme la paz. Mis padres fueron mi voz. Volvieron a respetar mi espacio. Y aunque tampoco sabían si algún día volvería a despertar… dejaron que el destino decidiera.
Mucha gente viajó para verme, porque me habían trasladado a la ciudad de Junín. Pero en mi memoria… solo estaban ellos: mis padres, Franco y Bruno. Mis hermanos. Dos personas que extraño todos los días. Vienen a mi mente constantemente. Extraño reír con ellos, recordar el pasado juntos, ser otra vez parte de su presente.
Mientras estoy en esta cama, en la clínica de neurorehabilitación, pienso en ellos. En esos hermanos que la vida alejó. Me pregunto qué sintieron durante todo este proceso. Qué pensaron, qué callaron.
No sé cómo nombrar a quienes logran volver de la oscuridad. Siempre creí que las personas que partían así, de golpe, eran demasiado especiales para este mundo lleno de crueldad y egoísmo. Me consuela creer que viajan hacia un lugar donde las estrellas no se apagan… donde las noches no son cómplices del sufrimiento.
Todavía no comprendo por qué el destino quiso que yo volviera. Pero estoy segura de algo: había algo que debía aprender. Todo sucede por un propósito. Tal vez el mío era sanar heridas, romper vínculos que me apagaban… y empezar de nuevo.
Yo era una pequeña estrella… en un cielo infinito. Una más entre millones. Leí una vez sobre lo que ocurre cuando una estrella se apaga, y me sentí como una enana blanca.
Mi combustible se había agotado. Ya no me quedaban fuerzas para brillar. No podía seguir de pie. Por primera vez, las palabras “moriré de pie antes que de rodillas” perdieron sentido, porque literalmente… moría en una cama, sin poder moverme.
Las enanas blancas se forman cuando a una estrella se le acaba la energía. No tienen fuerza para seguir generando luz. Claro, hay una explicación científica que no voy a detallar… pero a mí me parece una catástrofe… hermosa.
Fui una sobreviviente. Una mariposa en plena metamorfosis.
Desde mi estadía en este lugar, desarrollé un profundo amor por las mariposas. Una especie de obsesión. Luego busqué su significado: representan el cambio, la libertad, el renacimiento.
No necesito explicar más. Una mariposa es todo eso que estoy intentando alcanzar. Simboliza el crecimiento, la transformación… y la superación de momentos que parecen imposibles.
La verdadera lucha no fue verme tan grave. La lucha empezó después:
Cuando hice promesas para despertar sana… y nada cambió.
Cuando nadie entendía lo que yo quería decir.
Cuando dependía de otros para todo: vestirme, comer, moverme.
Perdí la independencia. Y cada día me pregunto cuándo volveré a levantarme… cuándo volveré a ser aquella muchacha libre y artística que alguna vez fui.
Tal vez el destino, la vida, el universo o Dios… o todos juntos, querían enseñarme algo. Estar en este lugar me hizo abrir los ojos. Me hizo comprender.
Aprendí a empatizar con quienes atraviesan algo parecido. Mi caso es raro, sí, pero sé que en algún rincón del mundo hay alguien que puede entenderme… y yo, entenderlo a él.
Eso… también es parte del milagro.
*Los nombres que aparecen en el texto fueron cambiados por la autora para conservar la intimidad de los protagonistas