CAPÍTULO 6

Desde mi silencio

Sexta entrega de una serie de escritos de una joven vecina de Chacabuco que sufrió un ACV. Cada domingo podés leer los capítulos que escribió desde la clínica de rehabilitación en Chacabuco en Red.

Decidí escribir este capítulo de hoy para despejar algunas dudas. Hago un paréntesis para explicar algo. La principal: mi estado de enclaustramiento me impide realizar cualquier movimiento. Logré mover mi cabeza, logré sostenerla, cuando meses atrás ni siquiera podía hacerlo.

Por eso necesité una silla de ruedas postural, con sostén cefálico. Hasta que consigan la mía propia, adaptada a mis medidas, uso la que un alma caritativa me prestó en cuanto pudieron sacarme de la habitación del hospital.

Sentí una alegría inmensa el día que volví a ver el mundo exterior, cuando los rayos del sol golpearon mi cara. Recordé que los árboles eran verdes, y que las palomas volaban en ese cielo celeste, llenos de nubes y estrellas que durante el día descansaban.

Después de la kinesiología, salíamos a un patio interno del hospital. Nos sentábamos bajo un seibo y respirábamos un poco de paz. Franco y Bruno estaban conmigo. Bruno ya había renunciado a su trabajo en Salta, y durante mucho tiempo pensé en mis propias palabras…

Aquella vez que le dije: “Nunca abandones tu trabajo por nosotros”. Sabía que a él le gustaba llenarse de responsabilidades y que su trabajo le daba independencia. Tuvo que renunciar para ayudar a mis papás.
Hoy, lo único que puedo controlar es mi cabeza, y gracias a eso puedo comunicarme y escribir. En Buenos Aires, mi fonoaudióloga me enseñó dos aplicaciones que se convirtieron en mis compañeras.

La más importante es un mouse facial que detecta los movimientos de la nariz. Así puedo llevar el cursor a cualquier parte de la pantalla y seleccionar letras o palabras dejando el cursor quieto durante los segundos que yo misma configuré. Es una aplicación que cualquiera puede descargar desde la Play Store. Para algunas funciones avanzadas hay que pagar, pero si se aprende a usar bien —como yo lo hice— no es necesario. Funciona en cualquier dispositivo con cámara frontal, aunque es mejor en modelos más modernos.

Yo no puedo mover ninguna otra parte del cuerpo; no uso las manos, sólo los movimientos de la cabeza. Con esta aplicación escribí todo esto. Manejo redes sociales, uso WhatsApp, YouTube… Le encontré un buen sentido a la tecnología. La otra aplicación es un tablero con necesidades básicas y verbos, que se puede usar junto con la primera. No hablo, y si siento dolor en alguna parte del cuerpo, puedo señalarlo allí.

Pero no todo fue alivio… Sufrí el abandono en Merlo y también en la clínica de neurorehabilitación en la capital. Me sentí culpable de mi propia condición y deseé con todas mis fuerzas despertar siendo “normal”. Lloré mucho en las noches, cuando mis padres se iban a descansar al pequeño departamento que alquilaban por día. Esa clínica estaba lejos de ser la mejor del país, como muchos dicen. Había pocos
enfermeros para tantos pacientes. A la hora de comer, muchos necesitaban asistencia y no la recibían porque el tiempo no era suficiente. Yo tuve la suerte de estar siempre cuidada por mis padres, que estaban allí todos los días, todo el día, pero mi compañera casi perdió la vida por la falta de ayuda. Poco a poco dejó de comer y terminó alimentada por una sonda nasogástrica. Vi cómo, en el apuro, la obligaban a tragar cuando todavía podía comer por boca, provocándole una broncoaspiración. Nadie entendió que, después de su ACV, tragar le resultaba casi imposible.

Mis padres siempre me alimentaron con paciencia, tomándose todo el tiempo necesario para que yo pudiera hacer mis cuatro comidas diarias. Yo ya sabía comunicarme y mi lucidez me permitió ver —con tristeza y rabia— lo que pasaba a mi alrededor. Pese a que nunca pude hablar, nunca tuve miedo de exigir un trato humano.

No estábamos ahí por gusto. También sentimos. También somos humanos. Recuerdo un episodio en particular: insistían en bañarme y que yo moviera el cuerpo para ayudar sin leer mi historial, sin entender mi situación. Sufrí. Lloré. Me odié por estar así. Pensaba: “¿Por qué me hacen esto si se supone que es una clínica de rehabilitación?”. Mi padre reclamó, pero todo quedó ahí.

Escuchaba a los empleados hablar del bajo sueldo que recibían. Muchos eran extranjeros. Comprendí que explotaban a los pocos enfermeros que había y que, por tan poco dinero, no conseguían más personal.
En el gimnasio de la clínica la historia no era muy distinta, aunque allí encontré un respiro. Entre risas y ejercicios, sanaba heridas invisibles. Pero ellos también sufrían la misma explotación.

Éramos tres pacientes por kinesiólogo. Una hora por la mañana de lunes a sábado, y otra por la tarde de lunes a viernes. Con 110 pacientes en total, era imposible que nos atendieran con la intensidad que necesitábamos. Y, para colmo, la persona encargada de regar las plantas ganaba más que ellos en unos minutos cada quince días. Debían mantener la falsa imagen del lugar para los nuevos pacientes y sus familiares.

No, no es la mejor clínica del país. Se sufre, aunque en sus fotos muestren perfección. Los enfermeros no dan abasto para atender a personas inconscientes, ancianos o casos críticos, incluso intentos de suicidio. Algunos enfermeros valen oro; otros fueron egoístas. Yo tuve la suerte de pasar el día acompañada y no se atrevían a dejarme sola, después de ver el mal manejo. Pero pienso en quienes no están lúcidos o no tienen a nadie. Esto fue una tortura.

Los kinesiólogos son lo único bueno allí, aunque también son víctimas del abuso. La salud mental se quiebra. Mientras los de arriba se llenan los bolsillos aceptando a cualquiera que tenga obra social, exprimen a quienes necesitan trabajar. Fuimos pocos los que vimos esta realidad. Yo la vi, la escuché y la viví. Ironías de la vida: en un lugar que promete sanar, juegan con la salud.

Si me hubieran dejado sola, hoy no estaría en casa. Nos trataron como si no fuéramos humanos. Pese a mis lágrimas y mi impotencia, no me dejé caer en la depresión. Esperé… y cuando me fui, todo quedó atrás. Pero sé que, para los que siguen ahí, nada ha cambiado. Enfermeros y kinesiólogos cargan sobre sus hombros el peso de las injusticias, atrapados en la maraña de la burocracia y la política de este lugar, que extiende sus sedes por todo el país. Los más golpeados por esta realidad son, inevitablemente, los pacientes… muchos de ellos sin plena lucidez, sin voz para reclamar, sin fuerzas para defenderse.

No es un sitio digno. Desde el abuso laboral hasta el trato inadecuado hacia quienes más necesitan cuidado, todo se convierte en una cadena de dolor que se repite día tras día. Permanecí allí seis meses. Durante ese tiempo, tuve la fortuna de cruzarme con almas nobles: terapeutas y kinesiólogos que, con su luz, lograron arrancarme sonrisas en medio de la tormenta. Pero también fui testigo, y parte, de un sistema que corroe la vocación, que premia a quien no lo merece, que deja en el olvido a quienes luchan en silencio.

Ese abuso deja huellas. No solo en quienes lo padecen… también en quienes lo presencian, porque la impotencia duele tanto como la herida misma.

*Los nombres que aparecen en el texto fueron cambiados por la autora para conservar la intimidad de los protagonistas

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