Sé que no soy nadie para dedicarte esto, pero esta experiencia me enseñó algo:
no existen límites más que aquellos que nosotros mismos nos imponemos. No existe un “no puedo” como respuesta.
Me recuerdo en la cama del hospital, cuando un kinesiólogo me dijo esas palabras mientras yo intentaba mover apenas un dedo. Hoy, puedo sostener la cabeza, mover un poco el brazo izquierdo, y algunos dedos de la mano derecha.
Movimientos sutiles… pero al fin y al cabo, movimientos.
Cada vez que escucho a alguien decir que no se puede, siento deseos de gritar que sí, que sí se puede.
Y también me pregunto:
¿Por qué no compré eso que tanto quería?
¿Por qué no busqué otro trabajo, uno que me hiciera sentir viva?
¿Por qué no me prioricé?
¿Por qué no me alejé cuando supe, en el fondo, que no estaba en mi lugar?
¿Por qué no hice ese viaje para reencontrarme con la familia que hoy tanto extraño?
No puedo prometer que será fácil… pero la oportunidad está ahí. Esperando.
Sé que la vida te duele. Estás cansado de fingir, de sonreír como si nada pasara.
Estás agotado de levantarte y caminar con la angustia pesando sobre tu espalda.
¿Cómo se le explica a unos padres que querés irte?
Volar. Sentir tu alma libre y limpia, lejos de esta podredumbre que te sofoca.
Sentís el impulso de gritar al mundo cuánto duele estar rota. Querés tirarte a llorar hasta vaciarte, hasta aliviar tu alma.
Pero nadie nota que la niña está herida.
Volvés a lucir perfecta. Limpiás esas lágrimas. Surcás los labios con color. Y aunque pese… te ponés la corona para enfrentar una oscuridad que poco a poco te consume.
Busqué ayuda para no sentirme así, para sostener los vínculos que me importaban.
Siempre creí en los profesionales.
Pero la psicóloga no ayudó en lo más mínimo.
Volvía a casa en mi bicicleta negra, más angustiada, con el corazón atragantado.
Ya había escuchado comentarios negativos de ella por parte de otros jóvenes, pero mi necesidad me empujó igual.
En Chacabuco, la tasa de suicidios era alarmante. Lo comprendí… porque lo viví en carne propia. Y me dolió.
Me llenó de rencor ver que nada cambiaba.
Tenía 14 años cuando recibí el alta… pero el mar de emociones aún me arrastraba.
Volví a intentarlo a los 23.
Nada fue distinto.
Cada día aparecía una noticia nueva: otro joven que había decidido irse.
La desesperanza me envolvía.
Mamá me repetía que no podía cambiar a los demás.
Y me parecía injusto.
Porque otros sí nos cambian… otros nos corrompen el alma, nos apagan las ganas de vivir.
Y nosotros, sólo bajamos la cabeza o escondemos el dolor tras una máscara.
Me dolían esas pérdidas, aunque no conociera a quienes se iban.
Me dolía escuchar que la juventud estaba perdida.
Me dolía… porque las entendía.
Porque yo también soy una persona rota.
Joven o adulta, una persona al fin.
Y esas personas eran valientes.
Para mí, no eran cobardes por buscar ese escape.
Porque cuesta horrores pensar en quienes quedan atrás.
Cuesta… cuando los rostros siguen sonriéndote en la memoria, pero el dolor es tan grande que decidís partir.
A veces me pregunto cuántos corazones rotos habrá en este mundo.
Cuántos ocultan su dolor.
Cuántos eligen la soledad para llorar, para liberar ese sufrimiento que nadie ve.
Sé que querés alejarte de todos, para que nadie descubra que algo te duele.
Hasta la persona más alegre tiene días grises.
Días en los que no ríe, ni hace reír.
Días en los que el desánimo te aplasta el pecho, en los que la rutina pesa como cadenas.
El tiempo pasa.
Y muchos conviven en silencio con la herida que guardan en su sótano interior, ese rincón al que nadie tiene acceso.
Debo admitirlo:
Lo que más me hizo agonizar fue aquel noviazgo que me destruyó, mientras yo fingía que era lo mejor que me estaba pasando.
Me convencí de que todo era perfecto.
Pero él era un falso príncipe… que apagó, poco a poco, la llama vivaz de mi alma.
Aquello que mostramos en redes, no se acerca a la realidad que tenemos.
Mi educación me dio confianza en todo lo que podía ofrecer.
Pero eso también murió el día que él me escupió que no servía como mujer, por el simple hecho de odiar la cocina.
Y llegué a creerle.
Llegué a culpar a otras mujeres por lo mismo.
Como si no pudiera enfrentar al mundo.
Como si no fuera capaz de hacer nada bien.
Todo lo que yo sabía, él lo desconocía.
Él, y el machismo de su familia, pusieron en duda todo lo que mis padres me habían enseñado con amor.
Cuestionaron mis valores, mis conocimientos.
Con el tiempo me volví agresiva.
Mis palabras también se tornaron filosas.
Y ya no podía corresponder a ese amor eterno que él juraba ante los demás.
Aquel fue el momento en que se despidió mi inocencia.
El día en que soñé con vestirme de blanco y formar una familia.
El día que amé con un alma ciega…
Y el dolor se acercó.
Ese fue también el día en que murieron mis sueños.
El día en que él se fue, y supe que se los había entregado a otra.
A otra mujer a la que también le juró un amor eterno.
Entonces me pregunto…
¿Por qué alguien con otros valores logró hacerme sentir tan insegura, tan insuficiente?
¿Por qué le rogué respeto o cosas que yo era capaz de conseguir sola?
Mi otra amiga, Paola, dijo algo muy cierto. Hay hombres que nos brindan comodidad y por ella nos quedamos y soportamos cualquier maltrato. Abracemos a las que no pudieron salir y aplaudamos a las que tuvimos el valor de salir. Costó lágrimas y esfuerzo, pero aquí estamos, más libres y con el alma liviana.
Yo nunca cuestioné mi capacidad… hasta entonces.
De pronto, tuve miedo de tratar con otros hombres.
Miedo de hablar, de confiar.
Miedo… que me costó años recuperar.
Hasta que apareció Selena, mi compañera de trabajo.
Hoy soy capaz de mirar la realidad a los ojos, y reconocer que ese amor tóxico mató a la persona que fui.
Solo puedo llorar a la Greta del pasado.
Y rogar no volver a caer en esa oscuridad que me consumió.
No puedo decir que me arrepiento.
Porque fueron decisiones de una persona inmadura, de alguien que se enamoró y que solo vio el mundo con una magia que ya no existe.
De alguien que confió.
No me arrepiento… porque aprendí.
Porque reconocí que también fui humana.
Y no volveré a permitir que nadie apague la luz que hoy vuelve a brillar en mi corazón.
Tal vez ya no pueda caminar. Tal vez ya no pueda hablar.
Pero la fuerza que habita en mí… es capaz de derribar cualquier obstáculo.
Nadie volverá a cuestionar mi capacidad por ser mujer.
Nadie pondrá en duda mi valor, mi conocimiento, mi derecho a ser.
Cuando me enamoro, lo entrego todo para hacer feliz a la otra persona.
De todos los que conocí, llamo amigos a pocos.
Y también prefiero la soledad cuando estoy triste.
Esa esencia no se irá.
Me prometí no volver a entregar mi corazón a cualquiera.
No volver a creer en falsos príncipes de cara bonita.
El tiempo sanará mi cuerpo… y también mi alma.
Y aunque herida estoy… aún conservo mi confianza
*Los nombres que aparecen en el texto fueron cambiados por la autora para conservar la intimidad de los protagonistas